jueves, 14 de octubre de 2010

Fragmento de: Don Quijote de la Mancha (1605)




Miguel de Cervantes Saavedra






(Fragmento del Capítulo XXVII)


Estando, pues, los dos allí sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron estos:

¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
¿Y quién aumenta mis duelos?
Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor?
Amor.
¿Y quién mi gloria repugna?
Fortuna.
¿Y quién consiente en mi duelo?
El cielo.
De ese modo, yo recelo
morir de este mal extraño,
pues se aumentan en mi daño
amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.

La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba. Y queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos cantando este soneto:

Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
Entre benditas almas en el cielo
subiste alegre a las empíreas salas:
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que a la fin son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que se destruye la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
De la discorde confusión primera.

El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos, y no anduvieron mucho cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron.

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