viernes, 5 de noviembre de 2010

Fragmento de: 'Problemas de la poética de Dostoievski' (1979)




Mijaíl Bajtín








I. LA NOVELA POLIFÓNICA DE DOSTOIEVSKI Y SU PRESENTACIÓN EN LA CRÍTICA

Cuando un empieza a estudiar la abundante literatura crítica acerca de Dostoievski, da la impresión de que se trata no de un autor que escribió novelas y cuentos, sino de autores y pensadores varios que plantean un conjunto de exposiciones filosóficas: Raskólnikov, Myshkin, Stavroguin, Iván Karamázov, el Gran Inquisidor, etc. Para el pensamiento crítico, la obra de Dostoievski se ha fragmentado en un conjunto de construcciones filosóficas independientes y mutuamente contradictorias, defendidas por sus héroes. Entre ellas, los puntos de vista filosóficos del mismo autor están lejos de ocupar el primer lugar. Para unos investigadores, la voz de Dostoievski se funde con las voces de algunos de sus héroes, para otros, representa una síntesis específica de todas esas voces ideológicas y, finalmente, para terceros, su voz se pierde entre las últimas. Con los héroes se polemiza, se aprende, se intenta desarrollar sus puntos de vista hasta formar un sistema acabado. El héroe posee una autoridad ideológica y es independiente, se percibe como autor de una concepción ideológica propia y no como objeto de la visión artística de Dostoievski. Para la conciencia de los críticos, el significado directo y válido en sí mismo de las palabras del héroe rompe el plano monológico de la novela y provoca una respuesta inmediata, como si el héroe no fuese objeto del discurso del autor sino el portador autónomo de su propia palabra.
B.M Engelgardt señalaba justamente esta particularidad de los estudios acerca de Dostoievski. “Analizando la crítica literaria rusa sobre las obras de Dostoievski –observa–, es fácil notar que, con pocas excepciones, no supera el nivel espiritual de sus héroes favoritos. No es la crítica la que domina el material que tiene un frente, sino que es el material el que la domina totalmente. Los críticos siguen aprendiendo de Iván Karamázov y Raskólnikov, de Stravróguin y del Gran Inquisidor, perdidos en las contradicciones en que se perdían los personajes, enfrentándose desconcertados a los problemas que no pudieron solucionar estos y reverenciándose frente a sus vivencias complejas y tormentosas.
J. Meier-Gräfe hace una observación análoga: “¿Acaso a alguien se le ocurrió la idea de participar en una de las numerosas conversaciones de la Education sentimentale? Sin embargo, solemos discutir con Raskólnikov, y no sólo con él, sino con cualquier personaje.”
Esta particularidad de los estudios críticos sobre Dostoievski no puede ser explicada tan sólo por la ineptitud metodológica del pensamiento crítico, ni analizada como en total contradicción con la voluntad artística del autor. No; esta actitud de la crítica, así como la percepción no prejuiciada de los lectores que siempre discuten con los héroes de Dostoievski, responde efectivamente al principal rasgo estructural de las obras de este autor. Dostoievski, al igual que el Prometeo de Goethe, no crea esclavos carentes de voz propia (como lo hace Zeus), sino personas libres, capaces de enfrentarse a su creador, de no estar de acuerdo con él y hasta de oponérsele.
La pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles, la auténtica polifonía de voces autónomas, viene a ser, en efecto, la característica principal de las novelas de Dostoievski. En sus obras no se desenvuelve la pluralidad de caracteres y de destinos dentro de un único mundo objetivo a la luz de la unitaria conciencia del autor, sino que se combina precisamente la pluralidad de conciencia con sus mundos correspondientes, formando la unidad de un determinado acontecimiento y conservando su carácter inconfundible. Los héroes principales de Dostoievski, efectivamente, son, según la misma intención artística del autor, no sólo objetos de su discurso, sino sujetos de dicho discurso con significado directo. Por eso la palabra del héroe no se agota en absoluto por su función caracterológica y pragmático-argumental común, aunque tampoco representa la expresión de la propia posición ideológica del autor (como, por ejemplo, en Byron). La conciencia del héroe aparece como otra, como una conciencia ajena, pero al mismo tiempo tampoco se vuelve objetual, no se cierra, no viene a ser simple objeto de la del autor. En ese sentido, en Dostoievski la imagen del héroe no es la imagen objetual normal de la novela tradicional.
Dostoievski es creador de la novela polifónica. Llegó a formar un género novelesco fundamentalmente nuevo. Es por eso que su obra no llega a caber en ningún marco, no se somete a ninguno de los esquemas histórico-literarios de los que acostumbramos aplicar a los fenómenos de la novela europea. En sus obras aparece un héroe cuya voz está formada de la misma manera como se constituye la del autor en una novela de tipo común. El discurso del héroe acerca del mundo y de sí mismo es autónomo como el discurso normal del autor, no aparece sometido a su imagen objetivada como una de sus características, pero tampoco es portavoz del autor, tiene una excepcional independencia en la estructura de la obra, parece sonar al lado del autor y combina de una manera especial con éste y con las voces igualmente independientes de otros héroes.
De allí que se diga que los vínculos pragmático-argumentales comunes, de tipo objetual o psicológico, no sean suficientes en el mundo de Dostoievski., puesto que presuponen un carácter objetual de los héroes de intensión del autor: son vínculos que relacionan y combinan las imágenes acabadas de los hombres en una unidad del mundo percibido y comprendido monológicamente, y no la pluralidad de conciencias autónomas con sus visiones del mundo. El pragmatismo argumental habitual tiene un papel segundario en las obras de Dostoievski y tiene funciones específicas. Los últimos nexos que crean la unidad de su mundo novelesco son de tipo singular; el acontecimiento principal presentado por sus novelas no se somete a la interpretación pragmático-argumental acostumbrada.
Luego, la misma intención del relato –no importa si éste se da por medio del autor, del narrador o de uno de los personajes–, ha de ser totalmente distinta de la de novelas de tipo monológico. La posición desde la cual se desarrolla el relato, se constituye la representación o se ofrece la información, habría que orientarse de una manera novedosa, no con respecto a un mundo de objetos sino a este nuevo mundo de sujetos autónomos. El discurso hablado e informativo habría que elaborar una nueva actitud hacia su objeto.
De este modo, todos los elementos de la estructura novelesca de Dostoievski son profundamente singulares, todos ellos determinan por una nueva tarea artística que sólo Dostoievski supo plantear y solucionar en toda su amplitud y profundidad: la tarea de formar un mundo polifónico y de destruir las formas establecidas de la novela europea, en su mayoría monológica (homófona).
Desde el punto de vista de una visión consecuentemente monológica y de la correspondiente compresión del mundo representado y del canon monológico de la estructura novelesca, el mundo de Dostoievski puede parecer caótico y la estructura de sus novelas un conglomerado de materiales heterogéneos y de principios incompartibles. Y sólo a la luz de la finalidad artística principal de Dostoievski puede ser comprendido el carácter profundamente orgánico, lógico e íntegro de su poética.

[...]

sábado, 30 de octubre de 2010

Chissst... (1886)




Anton Chéjov








Iván Yegórovich Krasnujin, colaborador como muchos de un periódico, regresa a su casa a la última hora de la noche con expresión sombría, seria, diríase que singularmente reconcentrado. Tiene el aspecto de quien espera un registro o está tentado de suicidarse. Después de dar unas cuantas zancadas por su cuarto, se detiene, se encrespa el cabello, y en el tono de Laertes cuando se dispone a vengar a su hermana, dice:
- Estoy destrozado, tengo el alma agotada, el corazón oprimido por la angustia, pero he de sentarme a la mesa y escribir. ¡Y a eso llaman vida! ¿Por qué no ha descrito nadie todavía el doloroso desgarro que se produce en el escritor cuando está triste y en cambio ha de hacer reír a la multitud, o cuando, alegre, ha de verter lágrimas por encargo? Yo he de ser divertido, indiferente y frío, ingenioso pero ¡imagina que la tristeza me oprime, o supongamos que estoy enfermo, que se me está muriendo un hijo, que mi mujer está de parto!
Dice todo esto agitando el puño y girando los ojos… Después entra en el dormitorio y despierta a su mujer.
- Nadia –dice–, voy a escribir… Por favor, que nadie me moleste. No hay modo de trabajar si berren los críos, si roncan las cocineras… Dispón también que me preparen té y… un bistec, o algo así… Ya sabes que sin té no puedo escribir… El té es lo único que me sostiene mientras trabajo.
De regreso a su cuarto, se quita la chaqueta, el chaleco y las botas. Se desviste lentamente; después, dando a su cara una expresión de inocencia ofendida, se sienta al escritorio.
Sobre la mesa no hay nada casual, corriente, sino que todo, hasta la más ínfima chuchería, presenta el sello de la premeditación y de un riguroso programa. Pequeños bustos y retratos de escritores, un montón de manuscritos en borrador, un tomo de Belinski con una página doblada por el ángulo, un fragmento de cráneo en vez de cenicero, una hoja de periódico negligentemente doblada, pero de modo que sea vea una parte señalada con lápiz azul y una inscripción en el margen, escrita con grandes trazos: “¡Infame!” Hay, además, una decena de lápices recién afilados y de plumas con plumillas nuevas, dispuestos, evidentemente, para que ninguna causa externa o fortuita, como una plumilla que se rompe, pueda interrumpir ni por un segundo el libre vuelo del pensamiento del creador…
Krasnujin se reclina contra el respaldo de la butaca y, cerrados los ojos, se sume en la meditación del tema. Oye que su mujer arrastra las zapatillas y rompe unas astillas para el samovar. Ella aún no se ha despertado del todo, lo cual se nota porque la tapadera del samovar y el cuchillo se le caen a cada momento de las manos. Pronto se oye el silbido del samovar y el crepitar de la carne al freírse. La mujer no deja de cortar astillas, ni de hacer ruido junto a la estufa con las tapas, las llaves de tiro y las portezuelas. De pronto, Krasnujin se sobresalta, abre asustado los ojos y comienza a husmear en el aire.
- ¡Dios mío, tufo! –gime, poniendo cara de mártir–. ¡Tufo! ¡Esta insoportable mujer se ha propuesto envenenarme! Bueno, díganme, en el nombre de Dios, ¿puedo escribir en estas condiciones?
Se precipita a la cocina y estalla allí en un dramático clamor. Cuando, poco después, la mujer, caminando con mucha cautela, de puntillas, le lleva un caso de té, él continúa como antes, sentado en la butaca, con los ojos cerrados y embebido en su tema. No se mueve, tabalea con los dedos sobre la frente y hace ver que no se da cuenta de la presencia de su esposa… Como antes, su cara tiene la expresión de la inocencia ofendida.
Cual muchacha a la que han regalado un caro abanico, él, antes de escribir el título, coquetea largo rato consigo mismo, se da tono, se hace el interesante… Se aprieta las sienes, ora se retuerce y dobla las piernas bajo la butaca, como si sufriera, ora entorna lánguidamente los ojos, como un gato sobre el diván… Por fin, no sin vacilar, tiende la mano hacia el tintero y, con una expresión como si firmara una sentencia de muerte, escribe el título…
- ¡Mamá, dame agua! –oye que dice la voz del hijo.
- ¡Chissst…! –replica la madre–. ¡Papá escribe! Chissst…
Papá escribe aprisa, muy aprisa, sin tachaduras ni paradas, sin tener tiempo, apenas, de dar vuelta a las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan su rauda pluma, no se mueven y parece que piensen: “¡Caramba, hermano, que práctica la tuya!”
- ¡Chissst…! –rechina la pluma.
- ¡Chissst…! –susurran los escritores cuando se estremecen de un rodillazo que sacude la mesa.
De pronto Krasnujin se yergue, deja la pluma y aguza el oído… Percibe un bisbiseo regular, monótono… Es el inquilino Fomá Nikoláyevich, que reza a Dios en la habitación contigua.
- ¡Escuche! –grita Krasnujin–. ¿No tendrá usted la bondad de rezar en voz más baja? ¡No me deja escribir!
- Perdone… -contesta tímidamente Fomá Nikoláyevich.
- ¡Chissst…!
Escritas cinco páginas, Krasnujin se desespera y mira el reloj.
- Santo Dios, ¡ya son las tres! –gime–. La gente está durmiendo y yo… ¡Sólo yo he de estar trabajando!
Hecho trizas, fatigado, caída a un lado la cabeza, va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:
- Nadia, ¡dame un poco más de té! ¡Estoy… que no puedo con mi alma!
Escribe aún hasta las cuatro de la madrugada, y de buena gana escribiría hasta las seis si no hubiera agotado el tema.
El coquetear y hacerse el interesante ante sí mismo, ante los objetos inanimados, lejos de toda mirada indiscreta y observadora, el despotismo y la tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha colocado bajo su poder, constituyen la sal y la miel de su existencia. Aquí, en su casa, ¡cuando distinto es este déspota del hombre cohibido, humillado, mudo, sin talento, que estamos acostumbrados a ver en las oficinas de redacción!
- Estoy tan fatigado que difícilmente lograré conciliar el sueño… –dice al acostarse a dormir–. Nuestro trabajo, este trabajo maldito, ingrato, de presidiario, no fatiga tanto el cuerpo como el alma… Debería tomar unas gotas de bromuro… Oh, Dios es testigo de que, si no fuera por la familia, mandaría a paseo este trabajo… ¡Escribir por encargo! ¡Es horroroso!
Duerme hasta las doce o hasta la una, duerme con sueño profundo y sano… ¡Oh, cómo habría dormido aún, qué sueños habría tenido, cómo se habría pavoneado si hubiese llegado a ser un escritor famoso, un jefe de redacción o por lo menos un editor!
- ¡Se ha pasado toda la noche escribiendo! –susurra la mujer, con cara de susto–. ¡Chissst…!
Nadie se atreve a hablar, a caminar, a hacer ruido. Su sueño es sagrado, ¡toda profanación costaría muy cara al culpable!
- ¡Chissst…! –corre por toda la casa–. ¡Chissst…!

viernes, 22 de octubre de 2010

Violante o la mundanidad (1894)




Marcel Proust







I. Infancia meditativa de Violante

La vizcondesa de Estiria era generosa y tierna y llena de una gracia seductora. El vizconde, su marido, era muy inteligente, y de una regularidad admirable en los rasgos de su cara. Pero el último de los granaderos era más sensible y menos vulgar que él. Educaron lejos del mundo, en la rústica finca de Estiria, a su hija Violante, que, bella y vivaz como su padre, tan caritativa y misteriosamente seductora como su madre, parecía reunir las cualidades de sus padres en una proporción perfectamente armoniosa. Mas las volubles aspiraciones de su corazón y de su pensamiento no encontraban en ella una voluntad que, sin limitarlas, las dirigiera, que la impidiera llegar a ser juguete encantador y frágil de las mismas. Esta falta de voluntad inspiraba a la madre de Violante unas inquietudes que, con el tiempo, habrían podido ser fecundas si la vizcondesa no hubiera perecido con su marido en un accidente de caza, dejando a Violante huérfana a la edad de quince años. Viviendo casi sola, bajo la guarda vigilante del viejo Agustín, su preceptor y administrador del castillo de Estiria, Violante, a falta de amigos, hizo de sus sueños unos compañeros encantadores a los que prometía permanencer fiel toda su vida. Los paseaba por las avenidas del parque, por el campo, los instalaba en codos en el rastel de la terraza que, cerrando el castillo de Estiria, mira al amar. Educada por ellos como por encima de sí misma, iniciada por ellos, Violante sentía todo lo visible y presentía un poco de lo invisible. Era infinita su alegría, interrumpida por tristezas que, por otra parte, transformaban la alegría en dulzura.


II. Sensualidad

Aparte de Agustín y de algunos niños del país, Violante no veía a nadie. Sólo una hermana menor de su madre, que vivía en Julianges, un palacio situado a unas horas de distancia, visitaba a veces a Violante. Uno de los días en que fue a ver a su subrina, la acompañó un amigo. Se llamaba Honorato y tenía dieciséis años. A Violante no le gustó, pero el amigo volvió. Paseando por una avenida del parque, le enseñó cosas muy inconvenientes que ella no sospechaba. Violante sintió un placer muy agradable, pero del que se avergonzó en seguida. Después de ponerse el sol y de andar mucho tiempo, se sentaron en un banco, sin duda para contemplar los reflejos con que el cielo rosado dulcificaba el mar. Honorato se acercó a Violante para que no tuviera frío, le abrochó en el cuello el abrigo de piel con ingeniosa lentitud y le propuso intentar poner en práctica con su ayuda las teorías que acababa de enseñarle en el parque. Quiso hablarle muy bajo, acercó los labios al oído de Violante y Violante no lo retiró; pero oyeron ruidos en el follaje.
- No es nada –dijo tiernamente Honorato.
- Es mi tía –dijo Violante.
Era el viento. Pero Violante, que se había levantado refrescada muy oportunamente por aquel viento, no quiso volver a sentarse y de despidió de Honorato a pesar de sus ruegos. Tuvo remordimientos, un ataque de nervios, y dos noches seguidas tardó mucho en dormirse. El recuerdo de Honorato era para ella una almohada que quemaba y a la que ella daba vuelta continuamente. Al día siguiente Honorato quiso verla. Violante mandó decirle que había ido de paseo. Honorato no lo creyó y no se atrevió a volver. El verano siguiente, Violante volvió a pensar en Honorato con ternura, con pena también, porque sabía que se había ido en un barco como marinero. Cuando el sol se sumergía en el mar, Violante, sentada en el banco adonde Honorato la llevara un año antes, se esforzaba por recordar sus labios expectantes, sus ojos verdes medio cerrados, sus miradas viajeras como rayos y que posaban sobre ella un poco de cálida luz viviente. Y en las noches suaves, en las noches anchas y secretas, cuando la certidumbre de que no podía verla nadie le excitaba el deseo, oía la voz de Honorato decirle al oído cosas vedadas. Le evocaba todo entero, obsesivo y ofrecido como una tentación. Una noche, comiendo, miró suspirando al administrador que estaba sentado frente a ella.
- Estoy muy triste, Agustín –dijo Violante–. Nadie me quiere.
- Sin embargo –repuso Agustín–, cuando fui hace ocho días a Julianges a arreglar la biblioteca, oí decir que usted: “¡Qué guapa es!”
- ¿Quién lo dijo? –preguntó tristemente Violante.
Una desmayada sonrisa levantaba apenas muy débilmente una comisura de la boda, como cuando se intenta levantar una cortina para que entre la alegría de la luz.
- Ese muchacho del año pasado, Honorato…
- Yo creía que estaba navegando –dijo Violante.
- Ha vuelto –repuso Agustín.
Violante se levantó inmediatamente y fue casi tambaleándose hasta su cuarto para escribir a Honorato que viniera a verla. Al coger la pluma tuvo una sensación de felicidad, de poder todavía desconocido; la impresión de que disponía un poco de su vida a capricho y para su placer, de que en los mecanismos de sus dos destinos que parecían aprisionarlos mecánicamente lejos del uno del otro, ella podía, a pesar de todo, hacer algo, que Honorato apareciera por la noche en la terraza de otro modo que en el amargo éxtasis de su deseo insatisfecho, que sus tiernas palabras no escuchadas –su perpetua novela interior– y las cosas tenían verdaderamente caminos convergentes por los que ella iba a lanzarse a lo imposible y hacerlo viable creándolo. Al día siguiente recibió la respuesta de Honorato y fue a leerla temblando en el banco donde él la había besado.

“Mademoiselle:
Recibo su carta una hora antes de salir mi barco. Hicimos escala sólo por ocho días, y ya no volveré hasta dentro de cuatro años. Dígnese acordarse un poco de este que tanto la respeta y quiere.
Honorato”

Entonces, Violante, contemplando aquella terraza a la que nunca más volvería él, donde nadie podría satisfacer su deseo, también aquel mar que se lo quitaba y le daba a cambio, en la imaginación de la muchacha, un poco de su gran encanto misterioso y triste, encanto de las cosas que no son nuestras, que reflejan demasiados cielos y bañan demasiadas riberas, rompió a llorar.
- Agustín –dijo por la noche–, me ha ocurrido una gran desgracia.
De las primeras decepciones de su sensualidad nació para ella la primera sed de confidencias, tan naturalmente como suele nacer de las primeras satisfacciones del amor. El amor no lo conocía aún. Al poco tiempo lo padeció, que es la única manera como se aprende a conocerlo.

III. Cuitas de amor

Violante se enamoró, es decir, un joven inglés que se llamaba Laurencio fue durante varios meses objetos de sus pensamientos más insignificantes, móvil de sus actos más importantes. Había ido una vez de caza con él y no comprendía por qué el deseo de verle le embargaba el pensamiento, la impulsaba a los caminos a su encuentro, le quitaba el sueño, el reposo y la alegría. Violante estaba enamorada y no fue correspondida. A Laurencio le gustaba frecuentas la sociedad y a ella le gustó seguirle. Pero Laurencio no tenía ojos para esta campesina de veinte años. Violante enfermó de pena y de celos, fue a olvidar a Laurencio al balneario de…, pero seguía herida en su amor propio por haber sido preterida a muchas mujeres que valían menos que ella y, para triunfar sobre ellas, decidió conquistar todas las ventajas de aquellas mujeres.
- Te dejo, querido Agustín –dijo–, para estar cerca de la corta de Austria.
- ¡Dios nos valga! – exclamó Agustín–. Cuando esté usted en medio de tanta gente mala, los pobres del país no tendrán ya el consuelo de sus caridades. Ya no jugará usted con nuestros niños en los bosques. ¿Quién sostendrá el órgano de la Iglesia? Ya no la veremos pintar en el campo, ya no compondrá canciones.
- No te preocupes, Agustín –dijo Violante–, sólo te pido que me conserves bien el castillo y me sigan siendo fieles mis campesinos de Estiria. El gran mundo no es para mí más que un medio. Da armas vulgares, pero invencibles, y si algún día quiero ser amada, tengo que poseerlas. Me mueve también una curiosidad y como una necesidad de llevar una vida un poco más material y menos reflexiva que ésta. Lo que quiero es a la vez un reposo y una escuela. En cuanto logre la posición que busco y terminen mis vacaciones, dejaré el gran mundo por el campo, por mi buena gente sencilla y por lo que prefiero sobre todo, mis canciones. En un momento preciso y próximo, me pararé en esa pendiente y volveré a nuestra Estiria, a vivir cerca de ti, querido Agustín.
- ¿Podrá hacerlo?
- Lo que se quiere se puede –afirmó Violante.
- Pero quizás no quiera usted lo mismo que ahora –repuso Agustín.
- ¿Por qué? –preguntó Violante.
- Porque usted habrá cambiado.

IV. Mundanidad

Las personas del gran mundo son tan mediocres que Violante sólo necesito dignarse alternar con ellas para eclipsar a casi todas. Los señores más inaccesibles, los artistas más huraños se acercaron a ella y la cortejaron. Sólo ella tenía ingenio, buen gusto, un tipo que sugería la idea de toda perfección. Lanzó comedias, perfumes y vestidos. Las modistas, los escritores, los peluqueros mendigaron su protección. La sombrerera más famosa de Austria le pidió autorización para titularse sombrerera suya, el príncipe más ilustre de Europa le pidió permiso para titularse amante suyo. Violante juzgó que debía negar a ambos esta prueba de estimación que habría consagrado definitivamente su elegancia. Entre los jóvenes que solicitaron ser recibidos en casa de Violante, se distinguió a Laurencio por su insistencia. Con esto, después de haberle causado tanta pena, le inspiró cierto desprecio. Su bajeza le alejó de ella más de lo que lo hicieran todos sus desdenes. “No tengo derecho a indignarme –se decía Violante–. No le amé por su grandeza de alma y me daba muy bien cuenta, sin atreverme a confesármelo, de que era vil. Esto no me impedía amarle, sino solamente amar al mismo tiempo la grandeza de alma. Pensaba que se podía ser vil y a la vez seductor. Pero en cuanto se deja de amar se vuele a preferir a las personas de valor. ¡Extraña aquella pasión por ese miserable, pues era una pasión sólo cerebral y no tenía excusa del extravío de los sentidos! El amor platónico es poca cosa.” Ya veremos que, pasado poco tiempo, Violante vio que el amor sensual era menos aun.
Agustín fue a verla y quiso llevársela de nuevo a Estiria.
- Ha conquistado usted una verdadera realeza –le dijo–. ¿No le basta? Ojalá volviera a ser la Violante de antes.
- Precisamente acabo de reconquistarla, Agustín –repuso Violante–; déjame al menos ejercerla unos meses.
Un acontecimiento que Agustín no había previsto apartó por un tiempo a Violante de volver a su retiro. Después de haber rechazado a veinte altezas serenísimas, a otros tantos de príncipes soberanos y a un hombre de talento que pedían su mano, se casó con el duque de Bohemia, que tenía grandes atractivos y cinco millones de ducados. La noticia de regreso de Honorato estuvo a punto de romper la boda la víspera de celebrarse. Pero una enfermedad que padecía le desfiguraba y hacía odiosas a Violante sus familiaridades. Lloró por la vanidad de sus deseos que en otro tiempo volaran tan ardientes hacia la carne entonces en flor y que estaba ahora ya marchita para siempre. La duquesa de Bohemia siguió seduciendo como lo hiciera antes Violante de Estiria, y la inmensa fortuna del duque no sirvió más que para dar un marco digno de ella al objeto de arte que ella era. De objeto de arte pasó a ser objeto de lujo por esa natural por esa natural inclinación de las cosas de este mundo a descender a lo peor cuando un noble esfuerzo no mantiene su centro de gravedad como por encima de ellas mismas. Agustín se asombraba de todo lo que llegaba a ella.

“¿Por qué la duquesa –la escribía– habla constantemente de cosas que Violante despreciaba tanto?”

“Porque con preocupaciones que, por su misma superioridad, son antipáticas e incomprensibles para personas que viven en el gran mundo, yo gustaría menos –contestó Violante–. Pero me aburro, querido Agustín”.

Agustín fue a verla y le explicó por qué se aburría:
- Su afición a la música, su inclinación a la reflexión, a la caridad, a la soledad, al campo, ya no se ejercitan. La absorbe el éxito, la intercepta el placer. Pero la felicidad sólo se encuentra haciendo lo que se quiere con las tendencias profundas del alma.
- ¿Cómo lo sabes, tú que no has vivido? –dijo Violante.
- He pensado, y pensar es vivirlo todo. Pero espero que no tardara usted en asquearse de esta ida insípida.
Violante se aburrió cada vez más, ya no estaba nunca alegre. Y la inmoralidad del gran mundo, que hasta entonces la había dejado indiferente, se apoderó de ella y la afectó profundamente, como la dureza de las estaciones abate los cuerpos que la enfermedad incapacita para luchar. Un día que paseaba sola por una avenida desierta, de un coche, que antes no había visto, se apeó una mujer y se dirigió a ella. La abordó preguntándole si era Violante de Bohemia y le contó que había sido amiga de su madre y había sentido deseo de volver a ver a la pequeña Violante que había tenido sobre sus rodillas. La besó con emoción, la cogió de la cintura y le dio tantos besos que Violante, sin decirle adiós, escapó a todo correr. La noche siguiente, Violante fue a una fiesta dad en honor de la princesa de Misena, a la que no conocía. Reconoció en la princesa a la abominable señora de la víspera. Y una anciana señora, a la que Violante había estimado mucho hasta entonces, le dijo:
- ¿Quiere que le presente a la princesa de Misena?
- ¡No! –repuso Violante.
- No sea tímida. Estoy segura que usted le gustará. Le gustan mucho las mujeres bonitas.
Desde aquel día, Violante tuvo dos enemigas mortales, la princesa de Misena y la anciana señora, que la motejaron en todas partes de monstruo de orgullo y de perversidad. Violante lo supo, lloró por ella misma y por la maldad de las mujeres. En cuanto a la de los hombres hacía ya tiempo que estaba al cabo de la calle. No tardó en decir todas las noches a su marido:
- Pasado mañana nos iremos a Estiria y ya no la dejaremos nunca.
Después surgía una fiesta que quizá le gustara más que las otras, un vestido más bonito que exhibir. Las profundas necesidades de imaginar, de crear, de vivir sola y en el pensamiento, y también de servir, sin dejar de impedirle sufrir por no verlas satisfechas, sin dejar de impedirle encontrar en el mundo ni siquiera la sombra de una alegría, se habían embotado mucho, no eran ya lo bastante imperiosas para hacerle cambiar su vida, para obligarla a renunciar al mundo y a realizar su verdadero destino. Seguía ofreciendo el espectáculo suntuoso y desolado de una existencia hecha para lo infinito y, poco a poco, reducida casi a la nada, sin otra cosa que las sombras melancólicas de su noble destino que hubiera podido cumplir y del que se alejaba cada día más. Un gran impulso de plena caridad le habría lavado el corazón como una marea que habría nivelado todas las desigualdades humanas que obstruyen un corazón mundano, se estrellaba contra las mil barreras del egoísmo, de la coquetería y de la ambición. Ya la bondad le interesaba solamente como una elegancia. Seguramente haría todavía caridades de su dinero, caridades hasta de su trabajo y de su tiempo, pero toda una parte de sí misma estaba reservada, ya no le pertenecía. Aún leía y soñaba por la mañana en la cama, pero con un espíritu falseado, que ahora se detenía en el exterior de las cosas y se contemplaba a sí mismo, no para ahondarse, sino para admirarse voluptuosa y coquetamente como ante un espejo. Y si entonces le anunciaran una visita, no tendría la voluntad de despedirla para seguir soñando y leyendo. Había llegado a no gozar de la naturaleza sino con sentidos pervertidos, y el encanto de las estaciones ya no existía para ella más que para perfumar las elegancias y darle tonalidad. Los encantos del invierno se le quedaron reducidos al placer de ser friolenta, y la diversión de la aza cerró su corazón a las tristezas del otoño. A veces quería hacer un intento de recobrar, caminando sola en el bosque, la fuente natural de los verdaderos goces. Y el placer de ser elegante corrompía para ella el goce de estar sola y de soñar.
- ¿Nos vamos mañana? Preguntaba el duque.
- Pasado mañana –contestaba Violante.
Y el duque dejó de preguntarle. A Agustín, que se lamentaba, Violante le escribió: “Volveré cuando sea un poco más vieja”. “Ah –contestaba Agustín–, les está dando deliberadamente su juventud. No volverá nunca a su Estiria.” Nunca volvió. Joven, había permanecido en el gran mundo para ejercer la realeza de la elegancia que, casi niña, había conquistado. Vieja, siguió en él para defenderla. En vano. La perdió. Y cuando murió, todavía estaba intentando reconquistarla. Agustín había confiado en el cansancio. Pero no había contado con una fuerza que, si se ha nutrido de la vanidad, vence al cansancio, al desdén, hasta al fastidio: es la costumbre.

sábado, 16 de octubre de 2010

Dos suicidios (1876)




Fiodor Dostoyevski







No hace mucho tuve ocasión de hablar con uno de nuestros escritores (un gran artista) sobre la vis cómica en la vida y la dificultad de determinar el fenómeno y denominarlo con la palabra exacta. Precisamente por ello, le señalé que hacía cuarenta años había leído El mal de la razón, y que sólo este año había comprendido debidamente a uno de los tipos más claros de esta comedia: a Molchalin, y lo comprendí exactamente cuando él, es decir, el escritor con el que departía, me explicó la personalidad de Molchalin al revelar sus rasgos más satíricos. (Sobre Molchalin aún tendré ocasión de hablar, por ser un tema admirable.)
- Y ¿sabe una cosa? –me dijo mi interlocutor, a quien al parecer desde hacía tiempo le impresionaba profundamente su idea -. ¿Sabe una cosa? Que por mucho que escriba, por mucho que se realce y se describa una obra literaria, jamás podrá ésta equipararse a la realidad. Usted por ejemplo cree hacer alcanzado en la obra lo más cómico de una realidad sobradamente conocida; cree que ha captado su rasgo más deforme. Pues ¡de ninguna manera! ¡Al momento la realidad le presentará en esa misma naturaleza un aspecto que usted ni imaginaba, y superará aquello que su propia observación e imaginación pudo crear…!
De eso ya me había percatado yo en el año 1846, cuando empecé a escribir, y probablemente incluso antes: y este hecho me sorprendió en más de una ocasión, lo que me dejó perplejo acerca de lo beneficioso que pudiera resultar el arte ante tan evidente impotencia. Observen un hecho cualquiera de la vida real, que no tiene por qué ser brillante al primer golpe de vista, y sólo si se dispone de suficiente capacidad, y se es un buen observador, se descubrirá en él tal profundidad, que ni el propio Shakespeare la posee. La cuestión estriba exactamente en el ojo del que observa y el que tiene el talento de hacerlo. Pues se ha de ser también un artista específico no sólo para crear y escribir obras literarias, sino para reparar en un hecho en concreto. Para un observador todos los fenómenos le darán a otro observador tanto material (lo que sucede en no pocas ocasiones) que se quedará exhausto por sintetizarlos y simplificarlos, ordenarlos debidamente hasta darles forma, hasta recurrir a otro tipo de simplificación pegándose un tiro en la frente para apagar de una vez su doliente inteligencia junto con todas las interrogantes. Esto sólo son dos cuestiones contrarias, pero entre ellas tiene cabida todo el sentido humano. Lo que es evidente es que jamás podremos agotar todo el fenómeno, ni llegar desde su principio al fin. Sólo conocemos la esencia que transcurre aparentemente, y aun así muy por encima, ya que los comienzos y los finales, todo ello de momento, son para el hombre algo fantástico.

A propósito, uno de los corresponsales que me merecen respeto, ya en verano, me puso a la corriente de un extraño suicidio que quedó sin aclarar; yo no hacía más que querer hablar de él. En este suicidio, todo, tanto lo visto desde dentro como desde fuera, era un enigma. Y teniendo en cuenta la naturaleza humana, intenté resolver este enigma para quedarme “tranquilo y en paz”. La suicida era una joven de no más de veintitrés o veinticuatro años; hija de un emigrante ruso muy conocido, nacida fuera del país. Aunque de sangre rusa, no lo parecía en absoluto debido a la educación recibida. Quiero recordar que en su momento, en los periódicos, se habló poco de ella; pero los detalles eran un tanto curiosos:
Empapó su bata de cloroformo, después se envolvió con ella la cabeza y se tumbó en la cama… Y así falleció. Pero antes de morir dejó una nota:

Je m’en vais entreprendre un long voyage. Si cela ne réussit pas qu’on se rassemble pour fêter ma résurrection avec du Cliquot. Si cela réussit, je prie qu’on ne me laisse enterrer que tout à fait morte, puisqu’il est très désagréable de se réveiller dans un cercueil sous terre. Ce n’est pas chic!

Lo que significa:

Emprendo un largo viaje. Si el suicidio no se logra, que se reúnan todos para celebrar mi resurrección con unas copas de Cliquot. Y si se logra, sólo ruego que me entierren completamente convencidos de que estoy muerta, puesto que resultaría muy desagradable despertarse metida en un ataúd debajo de la tierra. ¡Incluso podría quedar muy vulgar!

En mi opinión, en esta desagradable y tosca ostentación, probablemente se perciban ecos de indignación y rabia. Pero ¿hacia qué? Sencillamente las naturalezas vulgares terminan suicidándose por alguna causa material, visible y externa, pero el tono de la nota indicaba que no había tal causa. ¿Qué era lo que la indignaba? ¿La sencillez de lo cotidiano, el sinsentido de la vida? ¿Son jueces aquellos famosos que niegan la vida, y se indignan por la “estupidez” de la aparición del hombre en la tierra, de su absurda casualidad, de la tiranía casual de la rutina, con las que es imposible reconciliarse? En este punto se hace sentir precisamente el alma que se resuelve en contra de los fenómenos “rectilíneos”, y no quien lleva esta dirección única transmitida ya desde la infancia en su casa paterna. Pero lo más escandaloso, claro está, es que muriera sin lugar a dudas. Lo más probable es que su espíritu no albergara conscientemente las así llamadas interrogantes; creía firmemente aquello que había aprendido en la infancia. Lo que significa que murió sencillamente a causa del “frío de las tinieblas y el aburrimiento”, es decir, sufriendo de manera instintiva e inconsciente. Simplemente se le hizo irrespirable la vida, como cuando falta oxígeno. Inconscientemente el alma no soportó la rectitud, e inconscientemente exigió algo más complejo…
Hace cosa de un mes, se publicaron en todos los periódicos petersburgueses unas líneas con letra menuda sobre un suicidio ocurrido en la capital: una joven pobre, que era modista, se había arrojado por la ventana desde un cuarto piso, “por no encontrar trabajo para sobrevivir”. Se señalaba que se había arrojado por la ventana y había caído sobre la tierra sosteniendo una imagen religiosa entre sus manos. Esa imagen entre las manos es un caso raro y aún desconocido entre los suicidios. Éste es un suicidio sumiso, resignado. Aquí, al parecer, tampoco hubo lamentos ni reproches: sencillamente le fue imposible vivir. “Dios no quiso”, y ella murió después de rezar. Hay ciertas cosas que, por sencillas que parezcan, cuesta dejar de pensar en ellas, porque uno parece enteramente culpable de que sucedieran. Esa alma sumisa, que se ha suicidado, le atormenta a uno sin querer. Y fue precisamente esa muerte la que me recordó el suicidio de la hija del emigrante del que me enteré ya en verano. Y, sin embargo, ¡qué dos criaturas tan diferentes!, ¡como si procedieran de dos planetas distintos! Y ¡qué muertes tan diferentes! Pero, si me permiten plantear una cuestión vana: ¿cuál de estas almas sufrió más en la tierra?

jueves, 14 de octubre de 2010

Fragmento de: Don Quijote de la Mancha (1605)




Miguel de Cervantes Saavedra






(Fragmento del Capítulo XXVII)


Estando, pues, los dos allí sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos una voz, que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse que por las selvas y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encarecimientos de poetas que verdades; no de rústicos ganaderos, sino de discretos cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron estos:

¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
¿Y quién aumenta mis duelos?
Los celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.

¿Quién me causa este dolor?
Amor.
¿Y quién mi gloria repugna?
Fortuna.
¿Y quién consiente en mi duelo?
El cielo.
De ese modo, yo recelo
morir de este mal extraño,
pues se aumentan en mi daño
amor, fortuna y el cielo.

¿Quién mejorará mi suerte?
La muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.

La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó admiración en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos, esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tanto el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz cantaba. Y queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos cantando este soneto:

Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
Entre benditas almas en el cielo
subiste alegre a las empíreas salas:
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que a la fin son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que se destruye la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
De la discorde confusión primera.

El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención volvieron a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste tan extremado en la voz como doloroso en los gemidos, y no anduvieron mucho cuando, al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuento de Cardenio; el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse estuvo quedo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más de la vez primera, cuando de improviso llegaron.

martes, 12 de octubre de 2010

Teoría del cangrejo (1970)




Julio Cortázar







Habían levantado la casa en el límite de la selva, orientada al sur para evitar que la humedad de los vientos de marzo se sumara al calor que apenas mitigaba la sombra de los árboles.
Cuando Winnie llegaba
Dejó el párrafo en suspenso, apartó la máquina de escribir y encendió la pipa. Winnie. El problema, como siempre, era Winnie. Apenas se ocupaba de ella la fluidez se coagulaba en una especie de
Suspirando, borró en una especie de, porque detestaba las facilidades del idioma, y pensó que ya no podría seguir trabajando hasta después de cenar; pronto llegarían los niños de la escuela y habría que ocuparse de los baños, de prepararles la comida y ayudarlos en sus
¿Por qué en mitad de una enumeración tan sencilla había como un agujero, una imposibilidad de seguir? Le resultaba incomprensible, puesto que había escrito pasajes mucho más arduos que se armaban sin ningun esfuerzo, como si de alguna manera estuvieran ya preparados para incidir en el lenguaje. Por supuesto, en esos casos lo mejor era
Tirando el lápiz, se dijo todo se volvía demasiado abstracto; los por supuesto los en esos casos, la vieja tendencia a huir de las situaciones definidas. Tenía la impresión de alejarse cada vez más de las fuentes, de organizar puzzles de palabras que a su vez
Cerró bruscamente el cuaderno y salió a la veranda.
Imposible dejar esa palabra, veranda.

martes, 14 de septiembre de 2010

East coker (1943)




Thomas Stearns Eliot







I

En mi comienzo está mi fin. En sucesión
se levantan y caen casas, se desmoronan, se extienden,
se las retira, se las destruye, se las restaura, o en su lugar
hay un campo abierto, o una fábrica, o una circunvalación.
Vieja piedra para edificio nuevo, vieja madera para hogueras nuevas,
viejas hogueras para cenizas, y cenizas para la tierra
que ya es carne, pieles y heces,
hueso de hombre y animal, tallo y hoja de maíz.
Las casas viven y mueren: hay un tiempo para construir
y un tiempo para vivir y para engendrar
y un tiempo para que el viento rompa el cristal desprendido
y agite las tablas del suelo donde trota el ratón de campo
y agite el tapiz hecho jirones con un lema silencioso.

En mi comienzo está mi fin. Ahora cae la luz
a través del campo abierto, dejando hundida la vereda
tapada con ramas, oscura en la tarde,
donde uno se apoya contra un lado cuando pasa un carro,
y la vereda hundida insiste en la dirección
hacia la aldea, en el calor eléctrico
hipnotizada. En cálida neblina, la sofocante luz
es absorbida, no refractada, por piedra gris.
Las dalias duermen en el silencio vacío.
Esperad al búho tempranero.

En ese campo abierto,
si no os acercáis demasiado, si no os acercáis demasiado,
en una medianoche de verano, podéis oír la música
de la débil flauta y el tamboril
y verles bailar en torno a la hoguera
la unión de hombre y mujer
en danzas, significando el matrimonio
un sacramento digno y conveniente.
De dos en dos, en necesario juramento
enlazándose bien sea por la mano o el brazo
lo cual ha por significado la concordia. En torno al fuego
brincando a través de las llamas, o unidos en círculos,
rústicamente solemnes o en rústica risa
levantando pesados pies en torpes zapatos,
pies de tierra, pies de marga, levantados en júbilo campesino,
júbilo de aquellos ya hace mucho bajo la tierra
alimentando el trigo. Llevando a compás,
marcando el ritmo en su danzar
como en su vivir en las estaciones vivas
el tiempo de las estaciones y las constelaciones
el tiempo de ordeñar y el tiempo de segar
el tiempo de aparearse hombre y mujer
y el de los animales. Pies subiendo y bajando.
Comiendo y bebiendo. Estiércol y muerte

La aurora apunta, y otro día
se prepara para el calor y el silencio. Mar adentro el viento de alba
se arruga y resbala. Estoy aquí
o allí, o en otro lugar. En mi comienzo.