sábado, 30 de octubre de 2010

Chissst... (1886)




Anton Chéjov








Iván Yegórovich Krasnujin, colaborador como muchos de un periódico, regresa a su casa a la última hora de la noche con expresión sombría, seria, diríase que singularmente reconcentrado. Tiene el aspecto de quien espera un registro o está tentado de suicidarse. Después de dar unas cuantas zancadas por su cuarto, se detiene, se encrespa el cabello, y en el tono de Laertes cuando se dispone a vengar a su hermana, dice:
- Estoy destrozado, tengo el alma agotada, el corazón oprimido por la angustia, pero he de sentarme a la mesa y escribir. ¡Y a eso llaman vida! ¿Por qué no ha descrito nadie todavía el doloroso desgarro que se produce en el escritor cuando está triste y en cambio ha de hacer reír a la multitud, o cuando, alegre, ha de verter lágrimas por encargo? Yo he de ser divertido, indiferente y frío, ingenioso pero ¡imagina que la tristeza me oprime, o supongamos que estoy enfermo, que se me está muriendo un hijo, que mi mujer está de parto!
Dice todo esto agitando el puño y girando los ojos… Después entra en el dormitorio y despierta a su mujer.
- Nadia –dice–, voy a escribir… Por favor, que nadie me moleste. No hay modo de trabajar si berren los críos, si roncan las cocineras… Dispón también que me preparen té y… un bistec, o algo así… Ya sabes que sin té no puedo escribir… El té es lo único que me sostiene mientras trabajo.
De regreso a su cuarto, se quita la chaqueta, el chaleco y las botas. Se desviste lentamente; después, dando a su cara una expresión de inocencia ofendida, se sienta al escritorio.
Sobre la mesa no hay nada casual, corriente, sino que todo, hasta la más ínfima chuchería, presenta el sello de la premeditación y de un riguroso programa. Pequeños bustos y retratos de escritores, un montón de manuscritos en borrador, un tomo de Belinski con una página doblada por el ángulo, un fragmento de cráneo en vez de cenicero, una hoja de periódico negligentemente doblada, pero de modo que sea vea una parte señalada con lápiz azul y una inscripción en el margen, escrita con grandes trazos: “¡Infame!” Hay, además, una decena de lápices recién afilados y de plumas con plumillas nuevas, dispuestos, evidentemente, para que ninguna causa externa o fortuita, como una plumilla que se rompe, pueda interrumpir ni por un segundo el libre vuelo del pensamiento del creador…
Krasnujin se reclina contra el respaldo de la butaca y, cerrados los ojos, se sume en la meditación del tema. Oye que su mujer arrastra las zapatillas y rompe unas astillas para el samovar. Ella aún no se ha despertado del todo, lo cual se nota porque la tapadera del samovar y el cuchillo se le caen a cada momento de las manos. Pronto se oye el silbido del samovar y el crepitar de la carne al freírse. La mujer no deja de cortar astillas, ni de hacer ruido junto a la estufa con las tapas, las llaves de tiro y las portezuelas. De pronto, Krasnujin se sobresalta, abre asustado los ojos y comienza a husmear en el aire.
- ¡Dios mío, tufo! –gime, poniendo cara de mártir–. ¡Tufo! ¡Esta insoportable mujer se ha propuesto envenenarme! Bueno, díganme, en el nombre de Dios, ¿puedo escribir en estas condiciones?
Se precipita a la cocina y estalla allí en un dramático clamor. Cuando, poco después, la mujer, caminando con mucha cautela, de puntillas, le lleva un caso de té, él continúa como antes, sentado en la butaca, con los ojos cerrados y embebido en su tema. No se mueve, tabalea con los dedos sobre la frente y hace ver que no se da cuenta de la presencia de su esposa… Como antes, su cara tiene la expresión de la inocencia ofendida.
Cual muchacha a la que han regalado un caro abanico, él, antes de escribir el título, coquetea largo rato consigo mismo, se da tono, se hace el interesante… Se aprieta las sienes, ora se retuerce y dobla las piernas bajo la butaca, como si sufriera, ora entorna lánguidamente los ojos, como un gato sobre el diván… Por fin, no sin vacilar, tiende la mano hacia el tintero y, con una expresión como si firmara una sentencia de muerte, escribe el título…
- ¡Mamá, dame agua! –oye que dice la voz del hijo.
- ¡Chissst…! –replica la madre–. ¡Papá escribe! Chissst…
Papá escribe aprisa, muy aprisa, sin tachaduras ni paradas, sin tener tiempo, apenas, de dar vuelta a las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan su rauda pluma, no se mueven y parece que piensen: “¡Caramba, hermano, que práctica la tuya!”
- ¡Chissst…! –rechina la pluma.
- ¡Chissst…! –susurran los escritores cuando se estremecen de un rodillazo que sacude la mesa.
De pronto Krasnujin se yergue, deja la pluma y aguza el oído… Percibe un bisbiseo regular, monótono… Es el inquilino Fomá Nikoláyevich, que reza a Dios en la habitación contigua.
- ¡Escuche! –grita Krasnujin–. ¿No tendrá usted la bondad de rezar en voz más baja? ¡No me deja escribir!
- Perdone… -contesta tímidamente Fomá Nikoláyevich.
- ¡Chissst…!
Escritas cinco páginas, Krasnujin se desespera y mira el reloj.
- Santo Dios, ¡ya son las tres! –gime–. La gente está durmiendo y yo… ¡Sólo yo he de estar trabajando!
Hecho trizas, fatigado, caída a un lado la cabeza, va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:
- Nadia, ¡dame un poco más de té! ¡Estoy… que no puedo con mi alma!
Escribe aún hasta las cuatro de la madrugada, y de buena gana escribiría hasta las seis si no hubiera agotado el tema.
El coquetear y hacerse el interesante ante sí mismo, ante los objetos inanimados, lejos de toda mirada indiscreta y observadora, el despotismo y la tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha colocado bajo su poder, constituyen la sal y la miel de su existencia. Aquí, en su casa, ¡cuando distinto es este déspota del hombre cohibido, humillado, mudo, sin talento, que estamos acostumbrados a ver en las oficinas de redacción!
- Estoy tan fatigado que difícilmente lograré conciliar el sueño… –dice al acostarse a dormir–. Nuestro trabajo, este trabajo maldito, ingrato, de presidiario, no fatiga tanto el cuerpo como el alma… Debería tomar unas gotas de bromuro… Oh, Dios es testigo de que, si no fuera por la familia, mandaría a paseo este trabajo… ¡Escribir por encargo! ¡Es horroroso!
Duerme hasta las doce o hasta la una, duerme con sueño profundo y sano… ¡Oh, cómo habría dormido aún, qué sueños habría tenido, cómo se habría pavoneado si hubiese llegado a ser un escritor famoso, un jefe de redacción o por lo menos un editor!
- ¡Se ha pasado toda la noche escribiendo! –susurra la mujer, con cara de susto–. ¡Chissst…!
Nadie se atreve a hablar, a caminar, a hacer ruido. Su sueño es sagrado, ¡toda profanación costaría muy cara al culpable!
- ¡Chissst…! –corre por toda la casa–. ¡Chissst…!

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